La Curación de un Siervo
Después del sermón de la montaña, Jesús entró en Cafarnaúm. Había allí un centurión que, aunque gentil, simpatizaba con los judíos hasta el punto de construirles, a su costa, una sinagoga.
Ciertamente había oído hablar de Jesús, y es muy probable que lo conociera de vista e incluso que hubiese escuchado más de una vez sus predicaciones y presenciado algún milagro.
Un siervo suyo, “a quien amaba mucho”, cayó enfermo. Sufría un ataque de parálisis y estaba a punto de morir.
El centurión, que lo amaba de verdad, deseaba con todo su corazón su curación. Al saber que Jesús estaba en el pueblo, pensó que podía obtener de Él lo que por medios naturales parecía imposible.
Era humilde y no se atrevía a ir en persona al Maestro. ¿Cómo podría pretender tal favor, siendo gentil? Pero, como tenía buenas relaciones, envió una comisión de personas principales del lugar.
Estas, presentándose al Salvador, transmitieron la petición del centurión, y para inclinar aún más su ánimo, elogiaron al centurión y enumeraron los beneficios recibidos de él.
Jesús, lleno de atención y bondad, acogió amablemente a los representantes del militar, diciendo:
— Iré y lo sanaré.
Y se puso inmediatamente en camino.
Al saber que el Salvador se dirigía a su casa, el centurión, impresionado por la grandeza del favor, le envió algunos amigos que le dijeran:
— Señor, no te molestes. No soy digno de que entres bajo mi techo; di tan solo una palabra, y mi siervo quedará sano.
Explicó más claramente su pensamiento diciendo que él era un simple oficial subordinado, y que, sin embargo, cuando daba una orden a sus inferiores, éstos obedecían. ¿No podría Jesús, sin la molestia de ir a su casa, ordenar que la enfermedad cesara?
Jesús se admiró al oír tales palabras y dijo a los que lo seguían:
— En verdad os digo que ni en Israel he hallado tanta fe.
Luego realizó el milagro a distancia, y en ese mismo instante el paralítico, que estaba a punto de morir, sanó instantáneamente.
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