Estimados, ¡Salve María!
Estamos obsequiando a nuestros lectores con la publicación de diversas historias del libro Tesoro de Ejemplos del P. Francisco Alves, C.Ss.R., publicado por la Editorial Vozes en el año 1958.
"Exempla magis, quam verba, movent"
("Los ejemplos conmueven más que las palabras.")
Observación: Publicaremos los textos conforme al original, procurando no alterar el sentido presentado por el autor.
Presentación del autor
A todo niño le gusta escuchar cuentos. En casa, en la escuela, en el colegio, en la iglesia, dondequiera que se encuentren, los niños se quedan calladitos, atentos, casi sin respirar, cuando se les narra una historia bonita, un ejemplo edificante.
El párroco, el misionero, la maestra, la catequista, todos lo saben por experiencia.
Ahora bien, enseñar el catecismo, dirigir reuniones de cruzaditos, preparar cien o doscientos niños para la primera comunión, sin contarles historias emocionantes, es arriesgarse al fracaso.
Después de un rato, media hora cuando mucho, ya están aburridos, desinteresados, quieren salir, conversan, juegan, pelean... es la anarquía, la dispersión. Y de nada sirve gritar, amenazar, pellizcar, tirar de las orejas... nada sirve.
Y al día siguiente, el número ya será menor: los mayores no regresan, los tímidos no se atreven a entrar, los pequeñitos entienden poco y aprenden aún menos.
Y sin embargo, es necesario enseñar a esa multitud infantil —que no oye hablar de Dios, que crece sin catecismo, que vaga por las calles— las verdades de la fe, los preceptos divinos, la doctrina consoladora de la salvación.
¿Cómo lograr que los niños, siempre inquietos y bulliciosos, estén atentos, no hablen, escuchen, recen, canten y permanezcan en fila?
Un medio poderoso para obtener silencio, atención e interés es contarles algún ejemplo atractivo, sugestivo, lleno de emoción, adecuado a su edad y fácil de entender.
Los ejemplos, tal como se encuentran en los libros, suelen ser breves, resumidos, con poca acción. Es natural, pues ¿quién compraría o leería libros voluminosos?
Por eso, la catequista, la maestra o el sacerdote que va a contarlos debe leer y meditar el ejemplo elegido, para describirlo, ampliarlo, darle vida, colorido y movimiento, dramatizarlo, en fin.
Debe narrarlo con soltura, es decir, con las manos, los brazos, la cabeza... hablar con los ojos... reír o llorar... causar miedo o entusiasmo... hacer reír o arrancar lágrimas de emoción... ¡lo más expresivo y patético posible!
Quien logra dar vida y calor a las historias mediante el lenguaje de los ojos, la expresión del rostro, los movimientos del cuerpo, la entonación de la voz... ese tiene dominio sobre los niños y puede hacer con ellos lo que desee.
Una vez narrado el ejemplo, hay que aprovechar la buena disposición del auditorio: hacer que alguno repita la historia, e inmediatamente enlazar con algún punto de doctrina, una recomendación, un consejo o una jaculatoria.
En la presente colección no se hallan ejemplos inventados por nosotros; son auténticos, aunque no se mencione siempre al autor. Muchos de ellos, por cierto, son relatados por diferentes autores con pequeñas variaciones, lo cual no perjudica.
El narrador tiene libertad para ampliar, adornar o embellecer cualquier ejemplo. Lo esencial es que, en el fondo, el ejemplo sea posible, verídico y doctrinal.
Por último, sería muy deseable que esta colección llegara también a las manos de las madres y abuelas, que harían un inmenso bien a sus hijos y nietos contándoles con frecuencia bellas historias capaces de formar su corazón y su carácter en el verdadero sentido cristiano.
A Nuestra Señora Aparecida, nuestra excelsa Reina, consagramos esta pequeña semilla del bien, rogándole que la haga crecer y producir frutos de salvación entre los niños de nuestro querido Brasil.
¡NIÑA, LEVÁNTATE!
Jairo, presidente de una de las sinagogas de Cafarnaúm, está angustiadísimo. Su hijita de doce años se encuentra gravemente enferma, y su curación parece desesperada. Como única y última esperanza recurre a Jesús. Sabe que acaba de regresar de Gerasa y sale a su encuentro.
—Señor —le dice con voz angustiosa—, mi hija se está muriendo. Ven, impón tu mano sobre ella para que sane y viva.
El Maestro, siempre misericordioso y tan amigo de los niños, accede y se pone inmediatamente en camino.
Pero la multitud lo rodea y lo aprieta tanto en las estrechas calles de la ciudad, que lo retiene más tiempo del que Jairo quisiera y la enfermedad de la niña permite.
Por eso, antes de llegar a casa, se encuentran con algunos criados que traen a su amo la fatal noticia de la muerte de la pequeña.
¡Pobre padre! Había acudido lleno de esperanza al Redentor; en el camino había visto crecer su fe al presenciar la curación milagrosa de la hemorroísa.
Pero ahora todas sus ilusiones se derrumban. Es tarde. Ha muerto.
Tienen razón sus criados: ¿para qué molestar más al Maestro?
Jesús, sin embargo, lo consuela diciendo:
—No temas; cree solamente, y tu hija será salva.
Llegan a la casa. Todo está cubierto de luto.
Allí están desempeñando su oficio las plañideras y los flautistas funerarios —costumbre pagana introducida entre los judíos—; los parientes y amigos rodean a la familia.
—¿Por qué lloráis y hacéis tanto alboroto? —les dice Jesús—. La niña no está muerta, sino dormida.
Los que lo oyen hablar así se ríen de Él, pues han visto el cadáver y están seguros de que ha muerto.
No saben que para el Señor de la vida esa muerte no es más que un breve sueño cuyo despertar está próximo.
Jesús ordena que todos se retiren y entra en la habitación acompañado sólo por los padres de la difunta y tres de sus discípulos.
En el lecho yacen, rígidos y fríos, los miembros pálidos del cadáver.
Jesús se acerca, toma entre las suyas la mano de alabastro de la niña y ordena con autoridad:
—¡Talita cumi! ¡Niña, levántate!
Y, para gran asombro de sus padres, la niña se levanta y comienza a caminar.
¿Resucitó? Sí; no sólo resucitó, sino que además quedó completamente curada; tanto que enseguida empieza a alimentarse.
Realizado el milagro, Jesús se retira, ordenando silencio, porque desea evitar aclamaciones y manifestaciones de entusiasmo.
A pesar de ello, como era natural, la noticia del prodigio se difundió por toda aquella región.
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