EL HIJO DE LA VIUDA
Naín, una aldea situada en la ladera septentrional del Pequeño Hermón, a unos treinta y ocho kilómetros de Cafarnaúm, fue escenario de uno de los mayores milagros de Jesús.
Caía la tarde. El sol estaba a punto de ocultarse detrás de las montañas, cuando el Salvador, acompañado de sus discípulos y de una multitud que no podía separarse de Él, subía por el estrecho camino que conducía al lugar.
Cerca de la puerta de la aldea tuvo que ceder el paso a otro cortejo que salía en dirección contraria. Era un entierro. Sobre una parihuela, sin ataúd, llevaban el cadáver de un joven envuelto en una sábana.
Detrás iba su madre, muy triste y desconsolada, acompañada por parientes y amigos. Era viuda, y el difunto, casi aún un niño, era su único hijo, su único sostén para el futuro. Había muerto. ¿Qué sería de ella ahora?
Informado de lo sucedido, Jesús, siempre misericordioso y compasivo, dijo a aquella viuda inconsolable:
— No llores, hija.
Y acercándose al féretro, hizo seña para que se detuvieran y lo depositaran en el suelo. Toda la gente se agolpó alrededor del Salvador. ¿Qué iba a ocurrir?
Los admiradores del divino Taumaturgo estaban acostumbrados a verle realizar milagros prodigiosos; pero con un muerto, camino del sepulcro, ¿qué podría hacer?
Los ojos de la multitud, agrandados por la curiosidad, no perdían el menor movimiento del Maestro. Mirando al cadáver del joven, pálido y rígido por el frío de la muerte, le ordenó con voz imperiosa:
— ¡Joven, a ti te digo, levántate!
Un estremecimiento recorrió a los presentes. No había duda: el muerto había resucitado. Todos pudieron ver cómo el cuerpo se movía, cómo desaparecía su color lívido; los ojos se abrían y brillaban, los labios se movían: el muerto hablaba.
Ya no estaba muerto. Vivía, vivía plenamente.
Y Jesús, tomándolo de la mano, lo entregó a su madre, que, derramando lágrimas de emoción y alegría, se postró en tierra para dar gracias al Señor de la vida y de la muerte.
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