30 de outubro de 2025

El Ciego al Borde del Camino

El Ciego al Borde del Camino

Jesús, acompañado de sus discípulos, después de una larga caminata, estaba a punto de entrar en la ciudad de Jericó.
A la orilla del camino, no muy lejos de las viviendas, estaba sentado un ciego pidiendo limosna. Aquella carretera, una de las más transitadas por los peregrinos, era sin duda un lugar bien elegido por el ciego para tender la mano a los transeúntes.
Pero en aquella hora, la limosna que iba a recibir no sería solamente grande, sino la más grande que podría desear en su vida.

Al oír el ruido de la multitud que pasaba, preguntó:
— ¿Qué sucede? ¿Quién pasa?
— Es Jesús de Nazaret, le respondieron.

Jesús. Ese nombre no le era desconocido; al contrario, había oído hablar de muchos milagros realizados por Él.
Sabía que Jesús, siempre bondadoso y compasivo, había devuelto la vista a otros ciegos como él.
¿Quién sabe si había llegado también para él la hora de la gracia, el momento de la curación?

Lleno de esperanza, comenzó a clamar:
— ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!
Era como si dijera: Señor, Tú eres el Mesías prometido; Tú eres el Hijo de Dios hecho hombre; Tú puedes curarme, devolverme la vista.

Interiormente, este ciego veía mucho más que los pobres judíos cegados. Manifestaba una fe viva, una confianza firme y un gran valor.
A pesar de que los que iban delante le reprendían, mandándole callar — sospechando que quería pedir una limosna a Jesús — no dejaba de repetir:
— ¡Jesús, Jesús, ten piedad de mí, que soy un pobre ciego!

Nuestro Señor, al acercarse, oyó aquella voz lastimosa, se detuvo en medio del camino y dijo a los que estaban junto al ciego:
— Tomadlo de la mano; traedlo aquí. Quiero verlo de cerca, quiero hablarle.

Le condujeron al ciego, y Jesús, aunque sabía perfectamente cuál era su deseo, para que manifestara su fe en el poder de Dios, le preguntó:
— ¿Qué quieres que te haga? ¿Qué pides?
— Señor, haz que vea, porque es tan triste ser ciego. No veo nada de este mundo; Señor, haz que vea.

Y Jesús, ante la fe viva del ciego, usó de su poder y de su bondad, diciendo simplemente:
— ¡Ve! Tu fe te ha salvado.

Y en aquel mismo instante el hombre abrió los ojos y, maravillado, conmovido hasta las lágrimas, comenzó a ver. En lugar de correr a su casa para contar a los suyos la gracia recibida, permaneció al lado de Jesús y le siguió, dando gracias a Dios y bendiciendo a su Bienhechor.

Entonces todo el pueblo que presenció el milagro se puso también a alabar a Dios.

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