En los agitados años 60, toda una generación se levantó contra las autoridades establecidas, los valores tradicionales y las normas morales que habían guiado a la civilización occidental durante siglos. En medio de esa agitación cultural, una frase se convirtió en el grito de guerra de muchos movimientos: “Está prohibido prohibir.” A primera vista, podría parecer solo una rebelión juvenil contra regímenes autoritarios o leyes civiles injustas. Sin embargo, la profundidad de este lema revela algo mucho más grave: un desafío directo al orden establecido por Dios.
Esta frase, tan celebrada por intelectuales, artistas y revolucionarios de la época, no apuntaba únicamente a los gobiernos o a las normas sociales. Era un ataque frontal a la autoridad suprema: la Ley de Dios. El rechazo a la autoridad paterna, a la moral cristiana, al matrimonio, a la castidad, a la jerarquía eclesiástica, formaba parte de una ofensiva cultural más amplia que buscaba abolir cualquier límite impuesto al deseo humano. En otras palabras, no solo se desafiaba a la sociedad, sino al mismo Dios, cuya voluntad fue claramente revelada en los Diez Mandamientos y enseñada con fidelidad por Su Santa Iglesia desde tiempos apostólicos.
La idea de que toda prohibición es opresiva niega la propia noción del Bien y del Mal. Si todo está permitido, entonces nada es sagrado. Y si nada es sagrado, desaparece incluso el concepto de pecado. Ese era —y sigue siendo— el objetivo oculto tras lemas como este: la destrucción de la conciencia cristiana y de la sumisión amorosa a la voluntad divina. Al predicar una “libertad total”, los ideólogos de esta revolución querían, en realidad, liberar al hombre de Dios, como si la criatura pudiera realizarse sin su Creador.
Pero Dios, en Su infinita sabiduría, nos dio los mandamientos no para oprimirnos, sino para protegernos, elevarnos y santificarnos. Su Ley es una expresión de amor, pues nos orienta hacia el verdadero bien, hacia la libertad auténtica, que no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que se debe. La verdadera libertad consiste en vivir según la verdad, no en rebelarse contra ella.
La Iglesia, fiel guardiana de la Ley de Dios, nunca podrá apoyar esta rebelión. Desde siempre ha enseñado que existen límites objetivos para nuestras acciones, y que esos límites, lejos de ser cadenas, son como rieles seguros que conducen el alma al Cielo. “Está prohibido prohibir” es, por tanto, el lema de una humanidad que rechaza el yugo suave de Cristo, para esclavizarse al mundo, a la carne y al demonio.
En última instancia, esta frase resume la tragedia moderna: el rechazo a obedecer a Aquel que es la Verdad. Y cuando se rechaza la verdad, sobreviene el caos. Una sociedad sin Dios, sin mandamientos, sin prohibiciones justas, pronto se ve sumida en la violencia, la inmoralidad y la desesperanza.
Que los católicos fieles y atentos comprendan el verdadero espíritu de este lema revolucionario y no se dejen seducir por su apariencia de liberación. La mayor libertad es ser siervo de Dios. Y, contrariamente a lo que predican los rebeldes, “está prohibido prohibir” es, en verdad, la mayor de las prohibiciones: la prohibición de obedecer a Dios.
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