Año 362, Cartago (África)
La justicia divina no siempre castiga al hombre en el mismo momento en que comete un crimen; muchas veces, la infinita misericordia parece salir a su encuentro para desarmarla y detener por algún tiempo su brazo airado, con el fin de que el delincuente se arrepienta de su culpa, obtenga el perdón y se salve.
Sin embargo, para arrancar del corazón humano la temeraria confianza en la bondad de Dios y hacer que siempre aborrezca el pecado, los anales históricos recogen innumerables hechos de terribles castigos justamente merecidos por crímenes nefandos cometidos.
San Optato, obispo de Milevo, en Numidia, refiere que en Cartago, cuando comenzó el cisma de los donatistas, estos, movidos por el odio que profesaban a la Iglesia Católica, cometieron numerosos desmanes, hiriendo los sentimientos religiosos de aquellos que permanecían fielmente adheridos a las enseñanzas y doctrinas de la verdadera Iglesia de Cristo.
La perfidia de los herejes llegó hasta el punto de unirse con la chusma del pueblo, siempre dispuesta al crimen, y formando un grupo numeroso, con horrible desenfreno, se entregaron al pillaje, saqueando todas las iglesias que podían, con gran consternación para la ciudad.
En una de ellas, tuvieron la osadía de profanar y robar los vasos sagrados y, no sabiendo qué hacer con las Hostias consagradas que contenían, las arrojaron con diabólico cinismo a los perros callejeros para que se las comieran. ¡Pero justo castigo de Dios! En ese mismo instante, los perros se volvieron rabiosos y, con espantosa furia, se lanzaron contra los impíos profanadores y los despedazaron, vengando así la injuria hecha al Santísimo Sacramento.
San Optato, Cisma de los Donatistas – Baronio, “Annales Ecclesiastici”, tomo IV, página 101, litt. e
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