El nombre Sala de las Lágrimas no es casual. Muchos dicen que los nuevos papas, al entrar, lloran. Otros se sientan en silencio, atónitos. Otros rezan, se detienen ante el espejo o miran al suelo. En ese espacio, el elegido es revestido con vestiduras blancas ya preparadas en varios tamaños — como si la Iglesia dijera: te esperábamos, aunque sin saber quién eras.
Pero la verdadera vestidura que recibe no es de tela: es el peso espiritual de la misión. Acaba de decir “sí” a una tarea que no buscó, a un llamado que lo arrancó de su vida anterior para ser el padre espiritual de más de mil millones de almas. En ese momento, ya no se ve como cardenal, teólogo, obispo o pastor — sino como el Sucesor de Pedro, el siervo de los siervos de Dios.
¿Qué pasa por su mente en ese instante? Tal vez el eco de las palabras de Jesús a Pedro: “Apacienta mis ovejas.” Tal vez el temor de no estar a la altura, el recuerdo de los santos que lo precedieron, el rostro de los pobres, los enfermos, los jóvenes, los que sufren. Tal vez piense en la renuncia radical que exige su elección: nunca más será solo él mismo. Su tiempo, su cuerpo, su palabra, su soledad — todo ahora pertenece a la Iglesia.
En la Sala de las Lágrimas, el nuevo papa comienza a cargar su cruz. Y no es una metáfora ligera. Tendrá que hablar cuando preferiría callar. Amar cuando sería más fácil juzgar. Escuchar cuando todos esperan respuestas. Sufrir ataques, incomprensiones, exigencias. Guardar la unidad de la fe cuando el mundo desea división. Ser Pedro, y al mismo tiempo, solo un hombre.
Pero también en esa sala desciende la gracia. La gracia del Espíritu Santo que, según la promesa de Cristo, jamás abandonará a la Iglesia. La fuerza que sostuvo a pescadores, doctores, mártires y pastores a lo largo de los siglos. El nuevo papa sale de allí no solo vestido de blanco, sino envuelto en el manto invisible de Cristo, que lo llama a recorrer el camino de la cruz — y, en él, la resurrección.
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