En el silencio de los pequeños oratorios caseros, en las modestas filas de bancos de madera en capillas discretas, en las filas del confesionario y a los pies del altar, está creciendo una generación que puede transformar el rostro del mundo. No son hijos de la moda, de la cultura líquida ni del hedonismo desenfrenado. Son hijos de la Tradición, de la Cruz, de la Misa de siempre. Niños y jóvenes cuyos corazones, desde temprana edad, son moldeados según los designios eternos de Dios, forjados en el fuego de la verdadera doctrina católica, respirando la espiritualidad que formó santos y mártires.
El ritmo silencioso de la verdad
Es natural que, al mirar los apostolados tradicionales, muchas veces juzguemos que su crecimiento es lento, casi imperceptible a los ojos humanos. En efecto, no vemos multitudes entusiastas, campañas ruidosas, escenarios ni reflectores. Vemos familias numerosas, genuflexiones reverentes, lenguas que aprenden a pronunciar el latín con respeto, corazones que se rinden a la doctrina clara y exigente de Cristo. La obra es silenciosa, discreta, pero profunda. Es la acción de la gracia, que actúa como la levadura oculta en la masa, como una semilla que germina bajo la tierra antes de brotar.
La formación de una base inquebrantable
Esta generación está siendo educada lejos de las doctrinas confusas del modernismo, de los abusos litúrgicos y de la banalización de los sacramentos. Crecen bajo la guía de sacerdotes que, con temor de Dios, predican la verdad íntegra del Evangelio, sin concesiones al espíritu del mundo. Estudian el Catecismo de San Pío X, conocen la vida de los santos, frecuentan regularmente el confesionario y aprenden a amar y temer a Dios —no con miedo servil, sino con aquel temor reverente que brota del amor profundo y de la conciencia de Su majestad.
Su formación espiritual no es superficial, ni emocional ni sentimentalista. Es una formación viril, basada en la doctrina sólida, en la práctica de la mortificación, en la centralidad de la Eucaristía, en la devoción a la Santísima Virgen y en la entrega diaria del propio sufrimiento. Son educados para el sacrificio, no para el placer. Para la fidelidad, no la popularidad. Para la eternidad, no para el éxito mundano.
Multiplicadores de la verdad
Lo que hoy vemos como un pequeño ejército silencioso, mañana será una legión de católicos convencidos y conscientes, dispuestos a vivir y morir por la fe. Serán multiplicadores, como levadura que se extiende y transforma la masa, como luces que no se esconden bajo el celemín. En un mundo sumido en la oscuridad de la apostasía, de la inmoralidad y de la indiferencia, brillarán con la luz de Cristo, reflejada con intensidad porque ha sido pulida desde la infancia.
Estos jóvenes, a pesar de sus limitaciones humanas, estarán preparados para enfrentar persecuciones, burlas y humillaciones. Sabrán lo que significa tomar la cruz y seguir al Maestro, conscientes de que no hay gloria sin cruz ni resurrección sin calvario. Habrán aprendido que ser católico no es seguir a la mayoría, sino ser fiel a la verdad, aunque eso cueste la comodidad, los aplausos o la propia vida.
Imitadores de Cristo en un mundo corrompido
Lo que se está formando es una generación de imitadores de Cristo, no solo en el discurso, sino en la vida concreta. La gracia, que los ha sostenido desde los primeros pasos en la vida de fe, seguirá presente, fortaleciéndolos en las caídas, iluminándolos en las dudas, levantándolos en las debilidades. Porque donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (Romanos 5, 20), y Dios no abandona a los que lo buscan con sinceridad.
Aunque pequeños, aunque invisibles a los ojos del mundo, estos jóvenes son los verdaderos constructores del futuro de la Iglesia. No con innovación, sino con fidelidad. No con reinvenciones, sino con raíces. Son la respuesta de Dios a un tiempo de crisis. Son la esperanza silenciosa que late en los corazones de sacerdotes fieles, de madres piadosas, de padres perseverantes, de catequistas humildes. Son los soldados de Cristo, preparándose para la batalla final.
En tiempos de confusión doctrinal y de relativismo moral, Dios está preparando —en la discreción de los apostolados tradicionales— una generación que no se doblega ante el mundo. La solidez de su formación, la autenticidad de su fe y la constancia de su práctica religiosa los convertirán en pilares de la Iglesia del futuro. Que podamos colaborar con esta grandiosa obra, rezando, formando y sosteniendo a esta juventud que, por la gracia, será el faro de la fe católica en el siglo venidero.
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