Un sacerdote que rezaba el Oficio Divino en un rincón de la iglesia, sin que nadie lo viera, fue testigo de una graciosa visita al Santísimo.
Se acercaron a la barandilla del altar dos niños: Lino, de seis años, y su hermanito, de tres. El mayor tomó por la cintura al pequeño, lo levantó y lo mantuvo de pie sobre la barandilla. Con la mano libre tomó la manecita de su hermano para persignarlo y, a continuación, rezó con él esta breve oración:
“Jesús mío, te amo con todo mi corazón.”
Repitió estas últimas palabras, poniendo la mano sobre el pecho para indicar el corazón.
Terminada la oración, Lino explicó al hermanito:
“Mira, el buen Jesús está dentro de esa casita. Las imágenes que ves arriba son retratos de Jesús y de su santa Madre.”
El pequeño miraba atentamente con sus grandes ojos negros la imagen de Nuestra Señora del Sagrado Corazón y, de pronto, preguntó:
“Lino, ¿Jesúsito me quiere a mí también?”
“Sí”, respondió Lino; “mira cómo nos muestra su corazón con la mano izquierda y con la derecha nos señala a su Madre.”
“¿Por qué?”, insistió el pequeño.
Entonces Lino, lentamente, indeciso, se atrevió a balbucear:
“Tal vez Jesúsito quiera que pidamos permiso a su mamá para quedarnos con Él.”
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