Año 390, Italia
En los primeros siglos de la Iglesia se permitía a los fieles, cuando iban a emprender un viaje peligroso, llevar consigo la Sagrada Eucaristía.
En cierta ocasión, Sátiro, hermano del gran obispo Ambrosio, se embarcó en Italia con rumbo a las solitarias playas de África. La nave se deslizaba sobre la superficie del mar cuando, de pronto, cesó la brisa, siguiéndole una calma que anunciaba una gran tempestad. El cielo, antes claro y diáfano, comenzó a oscurecerse más y más, y un relampagueo continuo anunciaba la formación de una tormenta amenazadora.
La nube plomiza de la tormenta fue tomando forma y cerrando los horizontes, hasta que, al pasar por el cenit, estalló como si el fuego de un volcán estuviera encerrado en sus entrañas.
El mar, que antes era un espejo transparente y fiel reflejo de la claridad y serenidad del cielo, se mostró ahora turbio y embravecido, barriendo con sus espumosas olas la cubierta del barco, que parecía a punto de ser tragado por los abismos.
En lucha tan gigantesca, la embarcación se deshacía por momentos. Sátiro, al darse cuenta del peligro inminente, no quiso morir privado del santo Misterio, por lo cual se dirigió con urgencia a sus compañeros cristianos de viaje, rogándoles que le permitieran llevar consigo la Prenda divina, objeto de su mayor consuelo.
Aunque, por ser catecúmeno, no le estaba permitido ni siquiera ver la Sagrada Eucaristía, gracias a sus insistentes súplicas logró finalmente la gracia deseada de llevarla sobre el pecho, envuelta en un blanco y finísimo lienzo.
Al verse en posesión del Tesoro del cielo, Sátiro se sintió feliz y dichoso, y aún más al experimentar en su alma una confianza ilimitada en la virtud del Sacramento. Tanto así que, en el mismo instante del naufragio, se arrojó al mar con decisión, y sin la ayuda de ninguno de los restos del navío —a los que los demás tripulantes se aferraban con fuerza—, experimentó el milagro manifiesto de caminar sobre las aguas como si estuviera en tierra firme, llegando el primero a la hospitalaria playa de Cerdeña.
Convencido de que el Santísimo Sacramento le había salvado milagrosamente, Sátiro creyó que recibiría mayores favores aún cuando lo albergase en su pecho, y determinó recibir cuanto antes el santo Bautismo.
San Ambrosio relató este prodigio en la oración fúnebre que pronunció en Milán con motivo de las solemnes exequias de su difunto hermano San Sátiro.
La Iglesia honra su memoria el 17 de septiembre.
(Rohrbacher, Historia Universal de la Iglesia, libro 36.)
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