Año 596, Roma
Cierta matrona romana, una dama principal, solía enviar al bienaventurado San Gregorio las hostias que ella misma preparaba para el santo sacrificio de la Misa, mostrando en esta obra gran solicitud y esmero.
Al espíritu maligno, enemigo capital de todo lo bueno —que, según la expresión del Apóstol San Pedro, anda alrededor nuestro como león rugiente esperando el momento de atacar—, le pareció una excelente ocasión para perturbar a la señora, primero con tentaciones de vanagloria, luego con dudas impertinentes sobre la fe en el augusto Sacramento, y finalmente llevándola, sin abandonar las prácticas piadosas, a una incredulidad manifiesta.
Y así ocurrió que, cierto día, estando la señora arrodillada en el altar para recibir la Comunión de manos de San Gregorio, en el solemne momento en que el Santo Pontífice iba a darle la Sagrada Hostia diciendo las palabras que emplea la Iglesia: Corpus Dómini nostri Jesu Christi custódiat ánimam tuam, la mencionada señora se echó a reír como si hubiera perdido la fe y la devoción.
Admirado por la respuesta, San Gregorio no dijo palabra, pero se puso de inmediato a orar con todo el pueblo, suplicando al Señor que iluminara con su luz divina a aquella mujer incrédula.
Apenas terminaron su fervorosa oración, sucedió un prodigio: la santísima Hostia apareció con forma de carne humana, y así, en presencia del pueblo allí reunido, el Santo Pontífice la mostró también a la señora. Este milagro la condujo inmediatamente a la fe en el misterio y confirmó la fe en todos los presentes.
Ante tan gran prodigio, determinaron seguir orando, lo cual hicieron con extraordinario recogimiento y fervor, hasta que se vio cómo aquella carne retomaba la forma de hostia que antes tenía. Tomándola entonces en sus manos, el Santo Pontífice la dio en comunión a la señora, glorificando todos al Sumo Hacedor, que se dignó obrar tales maravillas para que un alma recuperara la fe en el augusto Sacramento.
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