Durante la guerra de 1914, que duró cuatro años, los ejércitos italiano y alemán acamparon cerca del pueblo de Torcegno, en el valle del Brenta.
A medianoche, los alemanes entraron para ocupar la iglesia y la torre, y se llevaron prisioneros a los sacerdotes que había, sin darles tiempo de retirar el Santísimo de la iglesia.
Por la mañana, antes del amanecer, el pueblo recibió la orden de evacuar la aldea, pues allí iba a tener lugar la batalla.
Eran habitantes cristianos fervorosos, que amaban mucho sus campos, sus casas y, más aún, su iglesia.
Pero no había remedio; era necesario huir.
“Salvemos al menos el Santísimo”, dijeron todos; pero ¿cómo, si no había sacerdotes?
Entonces pensaron en elegir al niño más inocente y angelical para abrir el sagrario y dar la comunión a todos los presentes, consumiéndose así todas las hostias.
Al salir el sol, todo el pueblo estaba en la iglesia, las velas encendidas en el altar y el niño revestido con vestiduras blancas.
Con gran reverencia subió los escalones del altar, extendió el corporal, abrió la puertecilla, tomó el copón dorado y, después de que todos rezaron el Yo confieso, bajó hasta la barandilla y fue dando las hostias hasta vaciar el copón.
Purificó enseguida el vaso sagrado con todo cuidado, juntó las manos y descendió los escalones del altar como un ángel.
Llevando a Jesús en el corazón, todo el pueblo se apresuró a huir hacia los montes. De los ojos de muchos corrían lágrimas, es verdad, pero el alma estaba confortada con el manjar divino.
Al pequeño “diácono”, el Santo Padre Benedicto XV le envió su bendición y sus felicitaciones.
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